Albert Slosman nace en 1925 y muere en 1981. Fue profesor de matemáticas, era experto en análisis informático, y participó en los programas de la NASA para el lanzamiento de los Pioneer sobre Júpiter y Saturno.
Su intención de escribir una historia del monoteismo desde sus orígenes hasta la actualidad y su búsqueda del Origen de todos y de todo, lo conduce por curiosos e inesperados derroteros, y le hace fijar su atención, de manera especial, en la antigua civilización egipcia, cuyos antecedentes y desarrollo investigó en profundidad y con espíritu independiente a lo largo de su, desafortunadamente, corta vida.
Hemos de tener en cuenta, por una parte, que Albert Slosman había formado parte de la Resistencia Francesa durante la Segunda Guerra Mundial y que fue severamente torturado por la Gestapo de Dole, en el Jura y, por otra, que posteriormente sufrió dos gravísimos accidentes: uno, en 1970, lo mantuvo cuatro meses en coma, a los que siguieron otros veintidos meses de hospitalización; el otro, que había tenido lugar en 1956, le valió ser declarado clínicamente muerto y, una vez recuperado de este trance, hubo de permanecer postrado casi tres años.
Tras la Liberación de Francia, fue injustamente acusado de deserción, encarcelado en Dijon, juzgado y deportado a Camerún. Y es aquí, en Camerún, donde trabó amistad con algunos miembros de la tribu de los Fako, a través de los cuales tuvo conocimiento, por primera vez, del relato de un gran cataclismo con el que Dios había castigado la impiedad de los hombres y que hundió casi por completo un inmenso continente situado al N.O., en la zona del Atlántico donde hoy se encuentra la isla de Fernando Poo.
Este relato Slosman volvería a encontrarlo más tarde en los textos jeroglíficos grabados en los muros del templo de Denderah, en Egipto, y en los del llamado Libro de los Muertos egipcio.
Fue a raiz de su tesis doctoral sobre Pitágoras, su vida y su obra, que se despertó el interés de Slosman por la antigua civilización egipcia y cada vez que tenía oportunidad viajaba a Egipto, donde, a medida que leía y descifraba por si mismo los textos jeroglíficos, empezó a dudar de que este lenguaje, el jeroglífico, hubiese sido comprendido y traducido con tanta claridad y fidelidad como aseguraban los egiptólogos, sobre todo teniendo en cuenta las diferencias de interpretación de los eruditos.
Lector ávido y voraz, por otra parte, a Slosman le apasionó la lectura del Manual de Arqueología, en diez volúmenes, de J. Vandier y la Historia Antigua del Norte de África de S. Gell que, además, parecían abundar en la sospecha que ya venía abriéndose paso en su mente acerca de que el origen de la civilización egipcia no había tenido lugar a orillas del Nilo -ni, por tanto, el monoteismo, que era el motor primero de la búsqueda de Slosman-, sino que los ancestros de los primeros faraones procedían de otra parte, y con toda probabilidad del Atlántico, es decir, de Occidente.
El papiro Ani, quizás el más famoso de los Libros de los Muertos egipcio. Fue hallado en Tebas y se cree que pertenece al siglo XIV a.C. Actualmente se encuentra en el British Museum.
El papiro Ani, quizás el más famoso de los Libros de los Muertos egipcio. Fue hallado en Tebas y se cree que pertenece al siglo XIV a.C. (British Museum)
Ésto no sólo coincidía con el relato escuchado mucho tiempo atrás a los Fako, durante su estancia en Camerún, sino también con algo que Slosman ya había advertido: que en Marruecos los nombres de determinados lugares eran extrañamente parecidos a los usados en los textos jeroglíficos que componían elLibro de los Muertos: el Duat, Ta Mana y muchos otros que aparecen harto frecuentemente en dicho texto.
Y es a Marruecos a donde el azar conduce a Slosman a pasar una de sus numerosas convalecencias, tratando de recuperar allí, gracias al clima, la movilidad del lado izquierdo de su cuerpo. Pero veámoslo en las propias palabras de Slosman:
“Y todo se encadenó a partir de este momento para facilitarme la tarea, como si el destino me hiciera señas para que prosiguiera por esta vía. Unos geólogos marroquíes me condujeron al sur de Erfud, en el Sáhara (1), para ver allí el lugar geodésico del antiguo Polo Norte, lo que probaba que, en un cierto momento, la Tierra había sufrido un vuelco. Además, en los alrededores los tells parecían, por su textura geológica, glaciares que habían reventado, literalmente, a causa del calor súbito que los había alcanzado. Fue en esta misma región, en Tauz, donde hice el descubrimiento más impresionante, en medio de un enclave funerario sagrado muy extraño. Unos beréberes que me habían brindado su amistad me explicaron que este lugar sagrado era aquel en el que yacía un “gigante”, hijo del Dios Único, con todos los soldados que lo habían defendido contra otro “gigante” hermano de sangre, pero traidor al Padre, que lo había asesinado a lanzazos.
Si Ta Mana, en los textos jeroglíficos, significa el “lugar del Poniente” y, por extensión, el “lugar de los Bienaventurados”, Ta Uz significaría, a su vez, “lugar de Osiris”, es decir, el lugar consagrado a Osiris. Tamanar se encuentra a sesenta kilómetros al norte de Agadir (2), y Ta Uz, a la entrada del desierto sahariano, se encontraba por fin ante mis ojos. Había caído en pleno lugar histórico de manera absolutamente providencial. Durante años, este lugar había permanecido fuera de los circuitos turísticos, pues al encontrarse cerca de la frontera con Argelia, se consideraba poco seguro [...]
Fue en este momento cuando germinó en mí la idea de que, en el fondo, en Egipto no había habido más que un solo Dios y que yo debía escribir una “Historia del Monoteismo”. Todos mis trabajos deberían tener esta única meta: la supervivencia de las criaturas de Dios.
La historia que me narraron los beréberes sobre su propio origen me fortaleció en esta opinión, pues ellos se transmitían, de generación en generación, su origen “divino”: procedían de un “lugar idílico” que se perdía en la noche de los tiempos, a la vez que creían, precisamente, en este Dios justo y bueno que los guiaba, pero que los había castigado tras su desobediencia.
De modo que este viaje, fructífero desde todos los puntos de vista, me obligó a revisar el orden y el contenido de los libros que proyectaba escribir a la vuelta [a Francia]. Pero ¿cómo arreglármelas para coordinar todos los retazos? ¿Cómo comprender este lenguaje jeroglífico, cuando menos, tenebroso?
Fue un nuevo viaje a Egipto el que me proporcionó la posibilidad. Allí obtuve los papiros matemáticos llamados de Rhind, y mi formación informática me permitió, de inmediato, captar las importantes lagunas, las verdaderas simas de incomprensión que contenían los diccionarios al uso [...]
De reacción en reacción, fui asilado, a mi vuelta, en el gran centro de los padres jesuitas de Francia, en Chantilly. Allí proseguí mi convalecencia, aún incompleta e incluso alterada por los esfuerzos desplegados en Marruecos, trabajando asiduamente en la más importante biblioteca privada de Europa. Contiene casi ochocientos mil volúmenes religiosos, filosóficos, científicos y… ¡arqueológicos! , lo que me permitió avanzar al máximo, en todas direcciones, mis investigaciones relativas al monoteismo original.
Fueron tres años apasionantes en el sentido de que la fiebre de leer y escribir no me abandonó prácticamente en ningún momento. Apenas cortas estancias en Egipto o en Israel interrumpieron mis estudios. Además, algunos padres que se habían interesado por mis investigaciones me ayudaron mucho a progresar, aunque a menudo no estuviesen de acuerdo con el sentido que yo le daba a ciertos acontecimientos vitales relativos a la cristiandad.
En efecto, era en definitiva una “Historia del Monoteismo desde los Orígenes hasta el Fin del Mundo” lo que yo estaba escribiendo, tratando de demostrar que el Dios de los cristianos era el mismo que el Creador original. El Eterno era Yahveh, pero también Ptah. Era el Dios de Jesús, de Moisés, de Abraham, pero también el de Osiris. Y este Dios-Uno había sido ya el Creador de la Creación, el que inspiró la Ley a sus criaturas. A cada era celeste correspondía un Hijo de Dios: un Mesías. Tal era el resultado de mis trabajos.
Así, en 1975, la primera obra estaba lista [...], a pesar de todos los agujeros negros que habían sembrado su eclosión: ¿Persistirá indefinidamente el oscurantismo humano? ¿Perdurará también por siempre la oscuridad en mi corazón, que grita su pesimismo? ¿Se transformará la oscuridad en apocalíptica con la entrada del Sol en Acuario, en 2016?… Este es el conjunto de la Historia del Monoteismo, que permitirá a cada uno responder a la angustiosa cuestión”.
La obra de Slosman, tal como él se la había planteado poco antes de morir, constaba de tres trilogías y una tetralogía, configuradas de la siguiente manera:
  1. TRILOGÍA DE LOS ORÍGENES:
    1º El Gran Cataclismo (publicado en 1976)
    2º Los Supervivientes de la Atlántida (publicado en 1978)
    3º Y Dios resucitó en Denderah (publicado en 1980)
  2. TRILOGÍA DEL PASADO:
    1º Moisés el Egipcio (publicado en 1981)
    2º Akhenaton el Divino Mortal
    3º Y Dios olvidó a Egipto
  3. TRILOGÍA DEL FUTURO:
    1º Jesús-el-Cristo
    2º El Apocalipsis de la 8ª Visión
    3º La Eternidad sólo pertenece a Dios
  4. TETRALOGÍA DEL SABER:
    1º La Astronomía según los Egipcios
    2º Las Matemáticas según los Egipcios
    3º La Medicina según los Egipcios
    4º El Evangelio según los Egipcios
No obstante, aparte de las obras citadas como publicadas -el resto quedó sólo en el proyecto-, aún después de su muerte, en 1983, apareció La Astronomía según los Egipcios, publicada por Élisabeth Bellecour, que había ayudado a Slosman en sus últimos años con una devoción y una dedicación admirables.
Éste era el proyecto de Slosman; sin embargo, hay también otras obras suyas publicadas y, sin duda, igualmente interesantes: El Libro del Más Allá de la Vida, en el que traduce, examina e interpreta el capítulo XVII del Libro de los Muertos egipcio; El Zodíaco de DenderahLa Vida Extraordinaria de PitágorasEl Biblion de Pitágoras; y La Gran Hipótesis, obra póstuma publicada en 1982 donde, a modo de esquema, expone los puntos de su investigación acerca del monoteismo desde el principio hasta el fin de los tiempos.
En cuanto a la parte de la investigación de Slosman que lo llevó a sumergirse en la exploración documental referida al hundimiento de un continente situado en el Atlántico, a la supervivencia de muchos de sus habitantes, al éxodo de éstos a través del Norte de África y a su posterior asentamiento en Egipto, veamos cómo procedió en las pesquisas que lo llevarían a articular la teoría que para él era certeza.
Comencemos con el significado del nombre jeroglífico del continente que hoy conocemos como la Atlántida a través de los textos de Platón.
En lenguaje jeroglífico, esta tierra desaparecida era conocida como Ahâ-Men-Ptah, o “Primogénito-Durmiente-de-Dios”, denominación que experimentó posteriormente una contracción en el conjunto de textos que conforman el denominado -impropiamente, según Slosman- Libro de los Muertos: El Amenta. El nombre, sin embargo, continuaba evocando el significado original de “País de los Muertos”, “País de los Bienaventurados”, y “País del Más Allá”.
Por su parte, los sucesivos monarcas de este continente fueron, tradicionalmente, los Ptah-Ahâ, cuyo significado, en la lengua jeroglífica, es el de “Primogénito-de-Dios” puesto que, en efecto, todos los reyes descendían por línea directa del primer Hijo de Dios, es decir, el Primogénito.
Siempre siguiendo la traducción e interpretación de Slosman, tendríamos que Ahâ se pronuncia Ahan y que Ptah también se escribe Phtah, de su fonetización en lengua griega, en la que la letra pi se convierte en phi (fi), por lo que Phtah-Ahan fue fonetizado “Faraón”, que de Primogénito-de-Dios pasó a ser “Hijo-de-Dios”.
Y de la misma manera se explicaría el que Ath-Kâ-Ptah (Segundo-Corazón-de-Dios) se convirtiera, en la fonetización griega, en Aegyptus, Egipto para nosotros.
En busca de pruebas con las que documentar su búsqueda -su convicción, más bien- acerca del Origen, con mayúscula, de todos y de todo, Slosman arriba a Denderah, en Egipto. El de Denderah es un templo cuya actual reconstrucción es la sexta, realizada por Ptolomeo II Evergetes, pero siguiendo escrupulosamente los planos originales del primer templo construido en el mismo enclave. Y es a este preciso emplazamiento a donde los bisnietos de los supervivientes del éxodo del Gran Cataclismo llegaron en primer lugar. Allí, en sus muros, Slosman pudo leer:
En el principio, estas palabras enseñaron los Ancestros, aquellos Bienaventurados de la Tierra primera: Ahâ-Men-Ptah. Los que convivían con las Creaciones del Corazón-Amado: el Corazón-Primogénito.
Estas fueron las primeras palabras: Yo soy el Muy-Alto, el Primero, el Creador del Cielo y de la Tierra, yo soy el diseñador de las envolturas carnales y el proveedor de las Parcelas divinas. Yo he colocado el sol sobre un nuevo horizonte como gesto de benevolencia y testimonio de Alianza. He hecho elevarse al Astro del Día sobre el horizonte de mi Corazón, pero para que así sea he instituido la Ley de la Creación que actúa sobre la Parcelas de mi corazón para animarlas en los [corazones] de mis Criaturas. Y así fue. (3)
Columnas del templo de Hathor, en Denderah. Este templo, de periodo grecorromano, es uno de los mejor conservados.
Columnas del templo de Hathor, en Denderah. Este templo, de periodo grecorromano, es uno de los mejor conservados.
La actuación de esta Ley sobre las criaturas tiene lugar -así cuenta Slosman que se desprende de los textos jeroglíficos grabados en los muros del templo de Denderah- a través de los “Doce”, que son los Doce Soles de las doce constelaciones ecuatoriales celestes, cuya mecánica y funcionamiento recibe, en lenguaje jeroglífico, el sugerente nombre de “Combinaciones-Matemáticas-Divinas”. Según los mencionados textos, estos Doce Soplos, o Hálitos que conforman el ecuador celeste, llevan el nombre de “Cinturón” y de él emergen Cuatro Primogénitos, Cuatro Soplos llegados desde los cuatro puntos cardinales: los Maestros, cuya personificación son los Cuatro Hijos de Horus, que aparecen citados a menudo en numerosos versículos con sus propios nombres y que son, además, quienes imprimen el esquema vital fundamental del alma de las criaturas.
Este principio, tan resumidamente expuesto, es el que los sucesivos pontífices transmitieron durante milenios, como secreto sagrado, únicamente a los sumos sacerdotes en la “Casa-de-Vida”, contigua al “Templo-de-la-Dama-del-Cielo”, en Denderah.
Esta antigua “Escuela”, cuyo origen se remonta a la mismísima llegada de los primeros supervivientes, está autentificada no sólo por los textos, sino también por las sepulturas sacadas a la luz bajo la colina de los Pontífices, a menos de tres kilómetros del templo. Allí reposan los “Sabios entre los Sabios”, los Bienaventurados que poseyeron el Conocimiento de la voluntad divina. Uno de ellos impartía enseñanza bajo un “Maestro” de la II dinastía, en el cuarto milenio antes de nuestra era; otro bajo Khufu (Keops), cuyo escriba real señala que el templo fue reconstruido por su señor (fue ésta la tercera reconstrucción) siguiendo los planos encontrados en los cimientos originales, escritos sobre rollos de cuero de gacela por los “Seguidores de Horus”, es decir, por los propios Primogénitos, mucho antes de que el primer rey de la I dinastía ocupase el trono.
Fueron, por tanto, estos descendientes directos quienes transmitieron la Ley divina, cuyas “Combinaciones-Matemáticas” permitirían a los hombres regirse por si mismos según cánones de Justicia y de Bondad.
Los ancestros escribieron asimismo:
Yo soy Yo, nacido de si mismo para convertirse en el Creador de Imágenes a su semejanza, tras la salida del Caos. Ellas [las imágenes] son los recipientes de las Parcelas divinas, que las convertirán para siempre, a su vez, en los Bienaventurados del Sol naciente, mientras observen una estricta obediencia a mi Ley. Pues yo soy el Pasado de Ayer que prepara el Porvenir del Sol gracias a los Doce. (4)
Los pontífices de Ahâ-Men-Ptah habían delimitado perfectamente el problema, ciñéndose con exactitud a los poderes directos que atribuyeron a las diversas soluciones combinatorias, remontándose a muy atrás en el tiempo para apoyar sólidamente sus observaciones. De ahí la acumulación de precisiones acerca de los poderes de los “Doce”.
Para hacernos cargo cabalmente de todo ésto tendríamos que partir, dice Slosman, no sólo de diez milenios atrás, sino de hace veinticinco mil años, época en la que Ahâ-Men-Ptah existía como un continente de clima templado, vegetación exuberante, numerosas especies de una fauna hoy ya extinguida en su mayor parte, y en el que la especie humana habitaba pacíficamente en auténticas ciudades edificadas.
Ahâ-Men-Ptah debió sufrir una primera devastación volcánica que provocó un importante hundimiento de tierra que formaría el Mar del Norte, esculpiendo innumerables brechas en la actual Islandia. Un período de fuertes heladas se instaló en esta parte del mundo, acumulando hielo en un casquete polar uniforme. La propia Siberia, que era entonces una región bastante templada, vio cómo desaparecía su lozana vegetación y eran aniquilados los mastodontes que no pudieron escapar a tiempo de las heladas.
Tras esta “advertencia”, y a partir de este dato, comienza realmente la historia de Ahâ-Men-Ptah, y la cronología va a utilizar este trastorno, que la memoria humana ha “legitimado”, para remarcar los anales de un principio característico.
En efecto, los eruditos de estos primeros tiempos comprendían cada vez mejor los movimientos y las combinaciones celestes, así como los fenómenos beneficiosos o perjudiciales resultantes de ellos. A partir de este momento se instituye un método gráfico figurativo a partir de la observación atenta y de la anotación meticulosa de la marcha de los planetas, del sol y de la luna, sus figuraciones y sus configuraciones, así como las formas más geométricas de las doce constelaciones de la elíptica ecuatorial celeste, y aún las más lejanas de Orión y Sirio, de singulares características. De aquí derivaron las repercusiones de las Combinaciones sobre la Tierra, tanto en relación al comportamiento humano, como a la evolución de la Naturaleza.
Escena en una de las paredes de una tumba predinástica, cerca de Nagada, donde se representa la huida, el día del Gran Cataclismo. La tumba es de la época de un rey Escorpión y data de antes de la dinastía I (hacia el 5000 a.C.).
Escena en una de las paredes de una tumba predinástica, cerca de Nagada, donde se representa la huida, el día del Gran Cataclismo. La tumba es de la época de un rey Escorpión y data de antes de la dinastía I (hacia el 5000 a.C.).
Después de este minicataclismo, la vida de Ahâ-Men-Ptah se reagrupó más al sur y transcurrió apaciblemente durante cincuenta siglos, hasta el momento en que nació el primer Ahâ, el Primogénito Usir, u Osiris, engendrado por la Divinidad en Nut, inminente esposa de Geb (que fue debidamente prevenido del hecho) quien, por su parte, sería el penúltimo rey de aquella tierra.
Geb desposó, pues, a Nut y tras el nacimiento de Usir, la pareja tuvo tres hijos más: Usit, cuyo nombre en la rebelión posterior pasó a ser Sit (Seth en griego) y dos gemelas llamadas Nek-Bet e Iset, tambien conocidas como Nephtys e Isis, de las cuales la última se convirtió en la esposa de Usir.
A esta pareja, Usir e Iset, los augures anunciaron que el Hijo que les nacería sería el generador de la nueva nación que surgiría de los supervivientes del Gran Cataclismo. Nació, en efecto, un varón al que se le impuso el nombre de Hor, u Horus.
Y fue poco antes de que Hor sucediese a su padre, cuando Usit atacó la capital de Ahâ-Men-Ptah con tropas rebeldes reclutadas al efecto, iniciando así el proceso de hundimiento del continente, pues al asesinar a Usir a lanzazos, la cólera de Dios se desencadenó sobre las criaturas y sobre Su creación.
Cerámica predinástica en la cual, según Slosman, puede estar representándose también el Gran Cataclismo.
Cerámica predinástica en la cual, según Slosman, puede estar representándose también el Gran Cataclismo.
Podemos imaginar, tal vez, siniestros crujidos alzándose desde las profundidades de la tierra y volcanes tranquilos desde hacía milenios activándose de repente y expulsando toneladas de lava desde sus cráteres recién abiertos; una lluvia de piedras solidificadas y de residuos de todo tipo abatiéndose sobre una multitud enloquecida que corría hacia el puerto donde las barcas “mandjit”, reputadas de insumergibles aguardaban, estrechamente vigiladas, a fin de que la evacuación pudiera llevarse a cabo de la manera más organizada posible, si bien la falta de visibilidad y el caos reinante lo hicieron impracticable y la mayoría pereció. Era el fin de todos y de todo. La capital y el continente entero se hundieron rápidamente en el agua.
Esto ocurría, según Slosman, el 27 de julio de 9792 antes de nuestra era, fecha que consideraba inequívoca gracias a la lectura e interpretación de los acontecimientos narrados en el planisferio celeste grabado en el techo de una de las salas del templo de Denderah, más conocido con el nombre de “zodíaco”.
Zodiaco del templo de Hathor, en Dendera.
Zodiaco del templo de Hathor, en Dendera.
Y volviendo al que podríamos llamar el peregrinaje de Slosman tras las huellas de los supervivientes del Gran Cataclismo, encontramos que fue en Marruecos, en 1973, mientras preparaba una filología comparada de las lenguas beréber y jeroglífica, donde oyó hablar de las particularidades de Tamanar, una ciudad, como se ha dicho anteriormente, situada a sesenta kilómetros, aproximadamente, al norte de Agadir y a una decena de kilómetros del océano, cuyo suelo, constelado de conchas no fosilizadas, le permitió suponer que no era imposible que varios milenios antes este lugar hubiese estado a orillas del mar y hubiese servido de lugar de arribo y de refugio a los supervivientes de un naufragio ocurrido 10.000 años antes de nuestra era.
Sin embargo, así como Tamanar había permanecido, en su forma Ta Mana, en el recuerdo y en los textos egipcios, del lugar llamado Ta Uz (lugar de Usir, u Osiris), situado en los confines del desierto argelino-marroquí, fueron unos geólogos alemanes quienes le hablaron y quienes le condujeron hasta él en su propia expedición.
De camino a Ta Uz, pasaron por Midelt, en el Medio Atlas, entre Mekinés y Ksar-es-Suk, lugar que llamó poderosamente la atención de Slosman porque de su subsuelo se extraía, desde siempre, plomo y cobre en grandes cantidades, y como él estaba interesado en el oricalco, en tanto que metal utilizado por los grandes sacerdotes de Ptah, le pareció que era posible establecer una relación entre dicho metal y la oricalcita marroquí, actual derivado del cobre que se encuentra, también en cantidades considerables, en las minas de la región.
Por otra parte, en un lugar situado a unos quince kilómetros de Midelt, al que los nativos llamaban mina de los Gigantes y al que se avinieron a conducir a Slosman tras muchas dudas y temores de atraer sobre sí graves maldiciones, éste se encontró con una vastísima llanura alterada por pequeñas colinas e inmensos pozos con todo el aspecto de haber sido excavados por manos humanas en épocas remotísimas.
Tras un año de investigaciones a lo largo de la que él llamó “ruta sagrada de los grabados rupestres” y de lugares elevados, de discusiones con los especialistas y conversaciones con los nativos, que se transmitían fielmente las tradiciones ancestrales, Slosman pudo, por fin, realizar un bosquejo del trayecto seguido en su éxodo por los supervivientes de Ahâ-Men-Ptah, y que se extendía a todo lo largo de la línea imaginaria que hoy denominamos Trópico de Cáncer. Y encontró lógico, puesto que los textos y los hechos parecían avalarlo, que el actual Marruecos fuese, en la remota época antecataclísmica, una especie de colonia atlante. Era la tierra más próxima al continente desaparecido, lo que la convertía en Ta Mana.
Además, los metales desempeñaron un papel primordial en la vida de Ahâ-Men-Ptah, tanto en la construcción como, incluso, en los utensilios de uso doméstico. Sobre todo el plomo y el cobre eran buscados en suelo marroquí, al ser casi inexistentes en el solar patrio. Y también ciertos minerales protectores contra las influencias maléficas de los rayos astrales, durante los aspectos opuestos de las “Combinaciones-Matemáticas”, procedentes de los “Doce”.
Estos minerales volvemos a encontrarlos en la Biblia a propósito del pectoral que lucía Moisés, y que le permitía, gracias a los influjos que emitía, mantener unidas a las doce tribus de Israel. Pero si bien Moisés no pudo recuperar en Egipto más que algunas de las “piedras” benéficas y el resto eran sólo sucedáneos, no ocurría lo mismo en tiempos de Ahâ-Men-Ptah; los doce minerales tenían entonces, realmente, una influencia precisa cada uno y, conjuntamente, proporcionaban a su portador “Larga Vida, Fuerza y Salud”, tal como precisan todos los papiros cuando hablan de un faraón, añadiendo a sus títulos esta fórmula lapidaria, dones que le eran suministrados por las gemas del pectoral.
Y no sólo los devotos de Ptah conservaron su uso con un sentido tanto religioso como político, sino que también los adoradores de Ra -como deidad independiente y no como manifestación de Ptah- lo habían aceptado, aunque bajo otra forma, con otros minerales, como en el caso de Ramsés el Grande.
Tauz, situado en el desierto del Sahara, al sur de Marruecos.
Tauz, situado en el desierto del Sahara, al sur de Marruecos.
Volviendo al itinerario, Ta Uz, dice Slosman, era un lugar completamente diferente a Midelt, puesto que se encontraba en pleno desierto y añade que, a medida que avanzaban, el paisaje cambiaba, dejando ver bloques de roca negra de apariencia metálica. Se trataba de hierro en estado puro, que había dado lugar a numerosas formas mineralizadas: hematita, magnetita, siderita, etc. Aquí, los geólogos que lo acompañaban le hablaron de un sitio funerario que se encontraba cerca, en un “wadi” desecado, y que terminaba en un lugar decorado con infinidad de pinturas rupestres.
Llegados al enclave, el guía beréber que llevaban, para demostrar que, aquí, cada una de las colinas visibles era una tumba, cogió una pala del jeep y cavó en una de ellas, elegida al azar, aproximadamente a un metro de profundidad, hasta que apareció un amontonamiento de rocas dispuestas incontestablemente por manos humanas. Se trataba, desde luego, de un sitio funerario. Rodearon el lugar hacia el este y ante sus ojos aparecieron las rocas cubiertas de dibujos y textos de que habían hablado los geólogos. Estos grabados se podían contar por cientos y los había incluso en el suelo, allí donde afloraban trozos de roca dura.
A Slosman ya no le cabía duda: si Ta Mana significaba la “Tierra de Poniente”, Ta Uz quería decir “Tierra de Osiris”. Sólo le quedaba, decidió, volver a Tamanar para verificar si se trataba, verdaderamente, de la antigua Ta Mana de los textos egipcios, el lugar al que habían arribado los supervivientes de Ahâ-Men-Ptah.
Extracto del Libro de los Muertos egipcio en el que se narra la epopeya de los supervivientes y la resurrección de Osiris.
Extracto del Libro de los Muertos egipcio en el que se narra la epopeya de los supervivientes y la resurrección de Osiris.
Así pues, dirigió sus pasos, una vez más, a Tamanar donde un anciano jefe de tribu beréber le contó que los beréberes eran descendientes de aquellos que, milenios antes, habían recalado en este lugar, entonces todavía costero. Algunas de aquellas familias permanecieron en este territorio para asegurar la defensa del resto de los supervivientes, aquellos que partían a la búsqueda de Ta Meri, el “Corazón Amado”, pues era necesario hacerles llegar metales y vituallas. Y cuando ya se hizo inútil seguir enviando este aprovisionamiento, se estableció un segundo punto fijo más lejos y los que se habían quedado en Ta Mana, se establecieron allí definitivamente, no sólo porque el clima era saludable y la agricultura fácil, sino porque la extracción de metales y minerales debía proseguir. La tercera razón, más espiritual, era que el enclave funerario de Ta Uz debía permanecer constantemente protegido hasta que llegase el momento de revelar la Verdad, antes de que un cataclismo, aún más radical que el primero, destruyese la Tierra entera.
Fue, pues, a Ta Mana a donde llegaron, en grupos dispersos, los supervivientes del Gran Cataclismo: de un lado, un grupo en el que se encontraban Nut, Nek-Bet y su esposo el An-Nu (Pontífice), con el cadáver de Usir envuelto en una piel de toro; de otro lado, Iset con Hor gravemente herido; y del tercero, otro grupo de supervivientes entre los que se encontraba Usit (Sit en la rebelión).
Una vez que Iset y Hor se reunieron con el primero de los grupos, y tras aplicar los cuidados necesarios a Hor, que tenía una rodilla rota y que había perdido un ojo, Nek-Bet condujo a su gemela al promontorio en el que habían instalado el cuerpo de Usir, aún embutido en la piel de toro. Allí, el Pontífice, con una hoja metálica salvada de la catástrofe y tras pronunciar las oraciones rituales, procedió a cortar el envoltorio que aprisionaba a Usir; éste se descomprimió y, como si se tratase de unos labios que se separaran, se abrió, cual enorme boca, revelando su contenido. A partir de este momento, Iset clama al Hacedor Supremo por la vuelta a la vida de su esposo, que de tal manera le era devuelto tras haber sido “devorado” por un toro.
“Entonces, el Dios muerto, aquel que se convertiría en el Toro Celeste[...], despertó[...]“. (5)
Usir, por tanto, resucitó, aunque por tiempo limitado, a fin de poder completar la instrucción de Hor y de declararlo sucesor suyo y único heredero legítimo, primer Ahâ de los supervivientes del hundimiento de Ahâ-Men-Ptah.
A partir de este momento, a Hor se le conoce como “Hor el Puro”, es decir, Hor-Ro, o Hor-Pa-Ro, para mejor indicar la pureza de su alma.
Posteriormente, Osiris condujo al grupo a Ta Uz, a fin de que prosiguiera la extracción de hierro, tan necesaria, por parte de los supervivientes, además de ser el lugar que había elegido para su descanso eterno. Aquí permitió que Usit, con quien no habían cesado los enfrentamientos tras la llegada a Ta Mana, lo matara por segunda vez y aquí fue enterrado. Aquí encontraron también su último reposo Nut, Iset y Nek-Bet.
Por otra parte, el hijo es esta última, el Pontífice llamado Anepu, o Anubis, que había sucedido a su padre en el cargo, cuando se apercibió de que también su hora estaba próxima traspasó, a su vez, las funciones sacerdotales a su hijo, que las asumió con el nombre de Ptah-Her-Anepu, mientras él, el Pontífice saliente, por así llamarlo, se dedicaba, en sus últimos días, a recuperar la fórmula de la conservación de los cuerpos tras la muerte, que no había podido ser salvada del Gran Cataclismo, pero de la cual conocía los principales componentes, y que era imprescindible para la renovación de la teología de los ancestros de Ahâ-Men-Ptah. Sus esfuerzos se vieron coronados por el éxito y, gracias a los oficios de su hijo, el nuevo An-Nu, fue la primera persona embalsamada de entre los supervivientes del Gran Catalismo.
Ptah-Her-Anepu, además, es el Pontífice que calcula el momento preciso en que debe iniciarse la “Marcha hacia la Luz”, hacia el “Segundo-Corazón-de-Dios”, la tierra lejana y prometida que se convertiría en la segunda patria, Ath-Ka-Ptah. Calculó las “Combinaciones-Matemáticas-Divinas” más propicias contando con la nueva navegación retrógrada del sol y encontró que el éxodo no debía comenzar antes de que aquel saliese de la constelación de Leo para entrar, hacia atrás, en la nueva constelación que tomaría más adelante el nombre de Cáncer y que durante los dos mil años siguientes regiría una marcha particularmente azarosa a través de un territorio atormentado por los rayos tórridos de un sol implacable y consumido por una sequía interminable.
Entre tanto, en previsión de la innumerables dificultades que, sin duda surgirían, los equipos de mineros se dedicaron a buscar, en el subsuelo, las doce piedras benéficas que cada niño portaría desde su nacimiento y, un decenio antes de la fecha fijada para la partida, bajo el Pêr-Ahâ de nombre Hor-U-Tit, que hacía el número 42, el Pontífice Anepu-Hotep propuso la institución de un talismán para cada nuevo “Maestro” entronizado tras el comienzo del nuevo año de Sep’ti (Sirio), que coincidiría con la entrada del sol en la nueva constelación, y que actuaría como un lazo benéfico que uniese las acciones terrestres de aquel, el “Maestro” o “Descendiente”, con la armonía celeste combinada por Dios. Se decidió ningún objeto podría ser más indicado que una “cola de león”, que rodearía la cintura de cada nuevo “Descendiente” y que le proporcionaría el dominio del cielo, permitiéndole gobernar todas las acciones en la tierra. El primer beneficiario de este talismán, que había sido entronizado unos años antes de la partida, tomó, al iniciarse ésta, el nombre divino de Ahâ, pues era el primero que dirigiría el largo éxodo hacia la lejana tierra que polarizaba todas las esperanzas.
En los años que precedieron a la partida, los “Seguidores de Horus” habían desarrollado el arte del grabado rupestre y dejaron huellas bien visibles de sus nuevas vidas como hijos de Dios. Es por ésto por lo que las representaciones gráficas de Ta Uz difieren tanto de las de sus “colegas” de la garganta de Zenaga (6), realizadas por los Râ-Sit-U, los “Rebeldes de Set-Sol”.
Las imágenes humanas llevan las famosas pieles de león, que constituían la protección de la raza elegida por Dios contra el furor solar desencadenado en el momento del Gran Cataclismo, y que era, asimismo, una especie de conjuro contra la mala suerte atraída por los “Rebeldes de Sit”, que idolatraban a este mismo sol, despreciando la protección divina y sin preocuparse de causar, con su actitud, desgracias aún mayores que las precedentes a toda la humanidad.
Los dos clanes, tan alejados espiritualmente, habían terminado por enfrentarse con un odio implacable, sobre todo tras la muerte de Sit, dos de cuyos hijos tomaron sucesivamente el poder reteniéndolo tiránicamente, y si bien la supervivencia del grupo se vio asegurada porque todos sus miembros cerraron filas, el odio se amplificó, atizado por unos celos intensos.
De todas maneras, existió mezcla de sangres, pues los “Rebeldes”, con cierta frecuencia, atacaban algunos de los puestos de vanguardia de los “Seguidores de Horus”, y se apoderaban de cuanto podían, tanto víveres, herramientas y armas, como mujeres y niños. Numerosas batallas ensangrentaron aquellas tierras, y los “Rebeldes”, más curtidos en el combate, sufrían menos bajas y arrasaban, en sus precipitadas retiradas, con todo lo que caía en sus manos. Hasta que, para evitar este pillaje, los herreros unieron sus fuerzas y formaron una unidad de combate. Así, los obreros del metal, los Astiu, se convirtieron en defensores, Masniu, los famosos guerreros ligados a la propia persona del Per-Ahâ a orillas del Nilo, o Manistiu, palabra resultante de la contracción de ambos términos y que designaba a los defensores de la civilización contra los “Rebeldes de Sit” desde muchos milenios antes de la llegada a Ath-Ka-Ptah.
Los grabados rupestres pintados y tallados en las rocas a todo lo largo de la ruta recorrida, y que se extienden desde la costa oeste africana hasta las orillas del Nilo, recuerdan con una constancia única la época trágica de los milenios vividos tras el Gran Cataclismo, más conocida con el nombre de “Gran Duelo”. Estos dibujos dan fe de la esperanza de los supervivientes en una Tierra prometida tantas generaciones atrás, en nombre de Dios, por los sucesivos “Primogénitos”.
Durante este período y hasta la I dinastía, una escritura adaptada a las nuevas necesidades fue reconstituida en todos los aspectos, tomando como base la lengua primitiva, pronta a ser restituida, llegado el momento, cuando se restableciera el calendario y, en consecuencia, el orden armónico que unía el Cielo y la Tierra.
La civilización faraónica sobrevivió así a numerosos azares, siendo su tradición un recordatorio continuo para quienes desfallecían; la lengua jeroglífica se convirtió en el elemento protector de la Ley del Creador, y la preservación de los Textos Sagrados en lo único capaz de asegurar la conducta adecuada de una humanidad que aspiraba a la eternidad en un Mas Allá accesible, únicamente, a los elegidos del “Segundo Corazón” que no hubiesen cometido pecado alguno.
No obstante, la lucha fratricida que había enfrentado originalmente a dos miembros de una misma familia, prosiguió durante los quince siglos que precedieron a la llegada a Egipto y aún continuó aquí durante cuatro milenios más, oponiendo sin cesar a los “Rebeldes de Sit” a la familia reinante de los “Seguidores de Hor”, tomando el poder ora los unos, ora los otros, y así sobrevino el olvido una vez más, favorecido por los usurpadores (los Râ-Sit-U) y forzado por los invasores; y la decadencia producida por estos paréntesis, acabaría por borrar definitivamente a este pueblo elegido, “Amado-por-Dios”, cuando Cambises, a la cabeza de la armada persa en 525 a.C., en su demencia genocida, acabó con los miembros de ambos clanes . Y así fue como Ath-Ka-Ptah, el “Segundo-Corazón-de-Dios”, también desapareció…
Y para terminar, a modo de epílogo, no parece inoportuno traer a colación unas palabras de Slosman quien, en una de sus obras, dirigiéndose tanto a los lectores casuales, como, sobre todo, a los especialistas, dice que él no ha pretendido realizar la labor de un historiador, ni la de un crítico, repudiando o negando el valor de los trabajos de sabios eminentes, conocidos por sus brillantes hipótesis sobre la Antigüedad farónica, sino pedir a estas mismas personalidades que estudien, a su vez, esta concepción diferente del Creador y de la sucesión de los Per-Ahâ, pues, dice, habiendo descifrado, o más bien desbrozado, la comprensión secreta de los textos ancestrales gracias a la investigación matemática de los anaglifos, les ofrece, con la mejor voluntad, este acceso lógico a la lectura tradicional de los signos jeroglíficos, pues esta lengua de los primeros tiempos, totalmente perdida, pero susceptible de ser reconstruida, es lo que siempre ha desalentado a los especialistas.
Desde el hundimiento del continente de Ahâ-Men-Ptah, añade, la supervivencia tradicional no pudo ser practicada más que por una memorización oral intensiva y conservada perseverantemente, hasta la llegada, siglos y siglos después, a Ath-Ka-Ptah donde, en el oportuno momento, esta lengua ancestral fue reconstituida y puesta de nuevo en uso y, con ella, la historia del Gran Cataclismo y los avatares de los supervivientes del mismo fueron grabados, además de en otros materiales, sobre la perdurable piedra, como lección y recordatorio para los siglos venideros.
Autor: María Régulo Rodríguez